jueves, 7 de febrero de 2008

LA BRUMA EN EL RÍO
Por Carlos Nieto





Se levantó siguiendo la costumbre de muchos años. Fue directo a la cocina, encendió la hornalla y comenzó el rito casi automático de prepararse el café. La voz femenina le llegó nítida desde el cuarto. - ¿No te hace frío...?
La misma pregunta repetida durante tanto tiempo. Cada mañana en que, siguiendo la penumbra de la madrugada, emprendía una jornada de pesca. Y, como otras tantas veces, sus labios se juntaron en una mueca de "qué importa...", como única respuesta. Miró por la ventana y se dio cuenta que iba a ser un día bastante húmedo, o por lo menos lo sería gran parte de la mañana. Subió al entrepiso y en unos instantes bajaba al living ya cargado con el chaleco, la caña y los waders. Terminó de vestirse rápidamente, porque esa mañana no tenía que esperar a ninguno de los viejos compañeros de pesca. Antes de salir, ojeó casi como al descuido, la caja de moscas, nada más para cerciorarse de que no se la olvidaba. En realidad no le preocupaba, como en otras oportunidades, si llevaba ninfas, streamers o alguna seca. Sabía que esta vez, eso era lo de menos...
Mientras la camioneta avanzaba dejando atrás las últimas luces de la ciudad, comenzó a sentir la cercanía del río. Aunque faltaban más de sesenta kilómetros para llegar a la entrada del Puesto de Piedra, él sabía que el Gallegos lo acompañaba serpenteando a su derecha. Miró hacia el acantilado que formaba el río en su entrada al mar y notó que sobre el agua flotaba una niebla tan espesa como insalvable la preocupación dejada atrás.
El asfalto que se termina, el camino de ripio compactado, húmedo en ese mes de diciembre, el salto en cada guardaganado, la radio encendida con la música adecuada...
Casi una hora después, estaba parado frente al río. Comenzaba la ceremonia de ponerse lo necesario para saludar a las marrones. Alzó los ojos mientras se ataba las botas de vadeo, y no pudo menos que sobrecogerse ante lo esplendoroso del paisaje. Verde y duro el pasto mojado, amarillo el coirón, un poco más allá. El cerro y la meseta, el cielo turquesa que se va aclarando. Más cerca, el pedrero de canto rodado, la arena mojada, el agua ya clara para esta época del año.
Y la bruma... Creciendo y subiendo como si desde el río la estuvieran soplando suavemente.
Se miró en el espejo lateral de la camioneta y sus ojos le parecieron los de un extraño. Hacía varios días que se sentía así, la mirada perdida, todo el tiempo recordando, con una nostalgia que lo llevaba a una triste evocación de tiempos que irremediablemente se habían ido. Estaba así desde el momento en que fue al médico de la calle Rivadavia. Esperaba que las noticias no fueran buenas, tal y como resultaba de una lectura superficial de los últimos estudios clínicos.
Sin embargo, no estaba apesadumbrado por la cercanía del fin, ni siquiera el miedo lógico lo inquietaba. Mas lo entristecía el tener que dejar lo que tanto amaba. Y amaba la vida, el hogar forjado a fuerza de luchas ciclópeas, los hijos ya hombres, el aire, el campo duro, el río, los amigos de más de treinta años de pesca. Y el Gallegos. ¿Quedaba aún algún pozón que no conociera? Quién sabe, uno nunca termina de aprender. Como aquella vez en que el gringo al que acompañaba, y a quien supuestamente iba a "enseñar" cómo se pesca en un gran río y, sobre todo, cómo enganchar las famosas anádromas, levantó de un solo movimiento toda la línea que tenía tendida en el río y casi simultáneamente la posó en la curva opuesta a la que había estado casteando hasta ese momento, con una suavidad y presentación que, por supuesto, tuvo como corolario una marrón de casi siete kilos que rompió el sol en encabritada maniobra y se llevó línea y gran parte del backing en una corrida infernal, cosa que no amedrentó al pescador, quien salió del agua y con la mano derecha aferrando con firmeza la caña y la izquierda ayudando al freno del reel, la llevó hasta la arena cercana, para devolverla, luego de las fotos que llenarían su álbum de itinerante mosquero, suavemente a la naturaleza patagónica.
Preparó la caña. Siempre la costumbre del latigazo en el aire antes de pasar el líder por los gastados pasahilos. No hacía falta mirar los nudos...
Sintió un poco de frío y acudió a un gorro de lana y a los guantes de polar que le servirían hasta que llegara a la margen del río. Después, el agua inutilizaría todo propósito de calentar las manos.
Mientras caminaba y las botas quedaban empapadas en el rocío de los pastos, recordó la primera vez que fue a ese lugar. Lo llevó el loco Dominguez en su Falcon modelo sesenta, después de andar por varios sitios que incluyeron los escondites del Gallegos Chico, detrás del cerro Bandurrias, el Puesto del Diablo, y el asado compartido en Bella Vista. - Qué habrá sido de la vida del loco..., pensó casi en voz alta. A fines de ese año el loco se había vuelto a su pueblo del norte dejándole unas botas de goma viejas que había comprado en Punta Arenas y a las que adoraba cada vez que vadeaban un río...
La curva del río era grande, con todo lo que cualquier pescador podría pretender encontrar. Una corredera potente, la entrada al pozo con dos corrientes de agua muy disímiles entre sí, más rápida y arremolinada aquí, tranquila y profunda más allá, hasta dar con las piedras que asomaban en el barranco de la ribera contraria. El centro, donde sabía, estaba escondida una gran piedra volcánica y que era el refugio habitual de grandes truchas, y a la salida, una larga canaleta que terminaba en una lengua de tierra. Después, el río ancho y sin accidentes.
Ató una ninfa de stonefly a su tippet y se sentó a observar el movimiento del río. Si no resultaba, acudiría a una wolly bugger negrita que tenía en una bolsita, atada por Jorge, su amigo de tantas amanecidas húmedas como esa. Aunque prefería, como siempre, el sabor especial de atrapar la marrón soñada con una ninfa pequeña.
Después de todo, a estas alturas... qué importaba...
A esa misma hora, la mujer se sentó en la cama y una profunda pena recorrió su semblante...
El viejo vio que la vida se imponía en las aguas. Primero un borboteo, luego un salto en la corredera, minutos después un panzazo en el centro, cerca de las piedras. La última trucha pareció bailar unos segundos en el aire, apoyada la cola apenas sobre la superficie quieta del agua. Sí. Venían a saludarlo. - A despedirse..., pensó otra vez.
Entró suavemente al río, cuidando de no levantar sedimentos y de no hacer ruido. Se dio cuenta que a pesar de todo su esmero, las truchas viejas ya conocían su presencia.
Y comenzó el casteo aprendido en tantos años. - "Cuando lances la línea al aire, haz de cuenta que tocas tu violín, y que de ella debes obtener la mejor música", le había dicho Gustavo en una tarde plena de sol junto al río, allá por los ochenta.


Sintió el poder del agua en sus piernas, los ojos entrecerrados, el brazo extendido en línea recta con la caña, y sin mirar, percibió la mosca posándose en la entrada del pozón. Leve contacto y el aire húmedo entrando en sus pulmones. Hacia abajo, a medida que llegaba al centro, la mosca se convertía en ninfa.
Y el aire húmedo rodeando el río...
Un temblor recorrió su cuerpo. Otra vez sintió frío.
Y un abrazo gris, mojado, interminable de la bruma que subía del río lo envolvió en silencio...

2 comentarios:

Seba dijo...

Hola Carlos. Como estas?. Te contacto por aca para hacerte unas consultas por privado. Si podes escribime a seba@conmosca.com.ar

saludos!

Seba dijo...

Hola Carlos. Como estas?. Te contacto por aca para hacerte unas consultas por privado. Si podes escribime a seba@conmosca.com.ar

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